La RAMONA tiene el privilegio de presentar a sus lectores un primer adelanto de La última tarde del adiós, libro de periodismo narrativo que el periodista paceño Boris Miranda (autor de La mañana después de la guerra, obra del mismo género editada por El Cuervo) publicará por los 10 años de los sucesos de octubre de 2003. Próximamente tendremos más noticias sobre la nueva obra.
Cada uno llevaba un par de piedras en el bolsillo; una para la defensa y otra para la alerta. La primera servía en caso de la aparición de perros o ladrones que se aprovechaban del miedo. La segunda estaba reservada por si aparecía algún militar…
Después de las 21:00 comenzaban los turnos entre los vecinos alteños. Con los principales dirigentes en la clandestinidad, rumores cada vez más fuertes de una intervención “definitiva” de los militares a medianoche y allanamientos en varios domicilios, la resistencia no tenía derecho al descanso. Si se divisaba una tropa o vehículo con uniformados a la distancia, la piedrita golpeada contra un poste de luz debía servir para despertar a la ciudad.
Roto el silencio, el repique que generaban los tubos metálicos se multiplicaba a medida que las calles volvían a poblarse. El Gobierno y sus agentes de seguridad jugaban sucio. Ya se sabía de las invasiones en casas particulares, torturas, amenazas de masacres contra mujeres y niños “como las de los centros mineros” y espías en los barrios más rebeldes. El Alto tenía que defenderse. La noche no significaba una tregua y el sonido agudo que generaban los postes de luz era un método de alerta muy efectivo.
La represión devenida en masacre estaba acompañada de estrategias de terror. La noche que separó al 13 del 14 de octubre fue una de las peores que se vivieron en la urbe alteña. La ciudad no durmió. Después de los operativos para romper con los puntos de bloqueo y desactivar la movilización popular a punta de balazos realizados durante el día, comenzaron los secuestros y las detenciones temporales selectivas. Los “especialistas” en esta clase de operaciones de las Fuerzas Armadas allanaban las casas para buscar a los dirigentes de la revuelta. Los policías, más torpes, invadían hogares sólo para continuar con su plan para intimidar a los vecinos. Ambos bandos, vecinos sublevados y tropas uniformadas, ya jugaban a doblegar al otro.
Dos días antes se vivieron las horas dolorosas del “convoy de la muerte”. El Alto contestó con el estallido de una gasolinera en Río Seco, la destrucción de puestos de peaje y el derribo de cinco pasarelas de cemento. Con sogas y cables, decenas de hombres lograron derribar las construcciones de concreto con sus propias manos. Cerraron definitivamente el paso por sus calles. Más de 30 personas ya habían muerto y la ciudad estaba rodeada por tanques de asalto cuando los alteños decidieron mantener la guerra hasta lograr la renuncia de Goni. “Hasta las últimas consecuencias”, dijeron y cumplieron.
Fue durante la noche que la joven ciudad comenzó a ganar la pulseta a las Fuerzas Armadas. Durante el día, los alteños resistían la violencia estatal entre bloqueos, gases lacrimógenos, balas, ollas comunes y marchas multitudinarias a La Paz. Las mujeres y los abuelos mantenían los bloqueos mientras los más jóvenes avanzaban hacia la sede de gobierno. Si los militares o policías trataban de abrir el paso, todos se quedaban a defender el barrio. Al final de la jornada, los manifestantes retornaban en silencio a sus casas y comenzaban las acciones de ofensiva.
Aquellos vecinos que eran miembros de las FFAA fueron identificados y sus casas comenzaron a amanecer marcadas con pintura roja y estuco. Lo mismo pasaba con aquellos que eran sospechosos de ser “informantes” dentro de los barrios. En toda la ciudad, e incluso en las laderas colindantes de La Paz, se veían fachadas y puertas marcadas con una X. Un militar vestido de civil que fue hallado espiando de noche fue desvestido y obligado a marchar desnudo durante varias cuadras. El que lo divisó primero, alertó a los demás golpeando un poste de luz con una piedra.
Otros soldados, temerosos por sus familias e indignados por la magnitud de la masacre gonista, comenzaron a establecer los primeros contactos con los rebeldes. De repente aparecieron volantes con leyendas que decían “El Alto no está solo” o “Resistan, falta poco”. Abajo se leía, a modo de firma, “militares patriotas”.
La moral de la tropa estaba rota y el Alto Mando lo sabía. Los muchachos, de origen aymara y familia en El Alto, ya no querían reprimir ni matar y por eso miles de conscriptos tuvieron que ser trasladados desde departamentos orientales para continuar la represión. La solución no sirvió de mucho. Un soldado llegado desde el Chaco tarijeño se negó a disparar y todavía no se ha hecho justicia por su fallecimiento.
Al amanecer del 15 de octubre, los pajonales que rodeaban al regimiento Ingavi amanecieron incendiados, al igual que los del aeropuerto. El siguiente objetivo iba a ser ingresar al predio militar por el lado del cementerio y asaltar el fusilato. A esas alturas, los alteños ya recibían alguna ayuda para elaborar explosivos que impidan el paso de los tanques y camiones militares. Estaban decididos a responder al fuego con más fuego. No hizo falta, Goni escapó antes.
Fue de noche que se produjo la derrota de los militares. La tropa, cada vez menos dispuesta a masacrar y reprimir, se debilitó todavía más ante la inesperada ofensiva de los vecinos alteños. Cuando el combate alcanza la puerta de la casa propia, la belicosidad se puede convertir en temor. Las FFAA lo sabían hace tiempo y por eso allanaban e invadían hogares. Lo que jamás habrían imaginado era que los reprimidos aplicarían la misma estrategia con las pintadas en sus hogares. Así, la ciudad rebelde le ganó la batalla moral (la decisiva, la estratégica) a las Fuerzas Armadas.
POR: BORIS MIRANDA
Description: Las noches de El Alto
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Reviewer: tonnylp
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Posted by:Mbah Qopet
Mbah Qopet Updated at: 12:32
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